martes, 29 de noviembre de 2011

Pa qué te quies incomodar...


Por estas cosas que trae y lleva la vida, hemos tenido el placer de tener a mi madre unos días en casa, juntamente con la señora que la atiende esta temporada (que no es buena temporada, por eso ha de tener compañía).

Como vivimos a casi 1.000 kms de distancia, Laquetecuén y yo salimos prestas un sábado por la mañana, llegamos por la noche y al día siguiente nos vinimos las cuatro dispuestas a pasar una semanita en amorosa compañía. Y así fue, teniendo en cuenta que yo trabajo por las tardes, pocas fueron las horas que pude pasar con ella y muchas fueron las que mi madre querida se aburrió.

Por aquello de la tarifa plana, se liaba a hablar a todas horas by phone, y no teniendo la prensa diaria, reclamaba de sus amistades la puesta al día de todo lo sucedido en cada pueblo, calle y casa no sólo de nuestra ciudad de referencia, sino de toda la comunidad autónoma. Sus amigas, curiosotas como ella, devoran la prensa, la estudian y luego hacen un interesante debate en el que comparan las entendederas de cada una de ellas. Cuantas veces no habré yo oído a mi señora madre decir: “mira si será ignorante Fulanita que dice que leyó en el periódico noséqué y lo que dice es nosecá”.

Así echan la mañana estas mujeres, que además de noticias locales y de sociedad, puedo asegurar que también saben de economía o política exterior. Creo yo que menos en deportes y tecnología, mi madre está al tanto de casi todo lo que pasa en el mundo, gracias a Dios, que aún mantiene viva la llama de la curiosidad, aunque a estas alturas ya lo mezcla todo un poco y hay veces que resulta descacharrante oírla confundir algún concepto que hasta no hace mucho tenía claro, muy claro.

Viene todo este introito, prolijo, ya lo sé, pero esmerado y muy cuidado en su presentación, para explicar porqué cuando llegué a casa un día de la semana pasada estaba Fermina, la acompañante, partiéndose el bazo a carcajadas señalando a mi madre.

Resulta que mi madre en cuestión estaba al teléfono con la “señora Fifi”, me contaba Fermina, hablando de sus cosas, cuando va mi madre y le espeta: “Fifí, tú que te lees las esquelas todos los días, ¿murió alguna de las que conocemos?. Y por lo visto, la señora Fifi, sin inmutarse le dijo que ninguna, a lo que la mía dijo: Vale, menos mal.


Qué más puedo añadir…. Reirme a carcajadas, cómo no….

viernes, 4 de noviembre de 2011

LA ROSCA


Cuando a la pregunta: ¿Cuál ha sido/es el día más feliz de tu vida? oigo a alguien responder: mi primera comunión, se me ponen los pelos como escarpias, no me puedo imaginar que alguien sea tan pobre en felicidad. Dios mío, si para mí fue un penar tras otro.

El primer disgusto: quería mi madre capota y lloré mucho por la corona. Naturalmente tuve que ceder en la longitud capilar, pues con corona no se lleva pelo corto, así que la promesa de mi padre de que me podría cortar el pelo para la primera comunión fue un fracaso.

Segundo disgusto y consecuencia del primero: me tuvieron que hacer la rosca para que me quedara el pelo liso. Recuerdo bajar a la peluquería y era de noche, recuerdo a la peluquera colocándome el rulo en la coronilla, y recuerdo la sensación de las horquillas cuando me sujetaban el pelo, tirante hasta hacerme oriental, para rodear aquel tubo. Tenía que dormir con la rosca puesta, así me quedaría el pelo totalmente liso al día siguiente. Pero no me lo habían contado todo…

No recuerdo haber llegado a casa ni de haber cenado (aunque supongo que mi madre o mi padre habrían preparado cena), ni siquiera recuerdo haber visto la tele. Sólo recuerdo la mala hostia de mi madre diciéndome que tenía que dormir muy quieta para que no se me deshiciese el tocado. Si que recuerdo el calor que pasé en la cama y aquellas horquillas clavándose en mi cráneo, y lo que me picaba la cabeza, y no poder rascarme porque se me desmontaba el chiringuito que llevaba en toloalto. Pero lo peor estaba aún por llegar…

No sé a qué hora sería, pero supongo ya bien entrada la madrugada, cuando me despierta mi madre y me dice: LEVANTA (con esa dulzura tan característica de ella), me sienta en una silla, se pone detrás y ejerce de peluquera: empieza a desmontar el horquillerío y mi cabeza se esponja por un momento, pero sólo por un momento, porque enseguida toma las riendas. Tenía que cambiarme la dirección del pelo y sujetarlo con las horquillas que previamente había arrancado de mi pobre cabecita (ahora sería el momento para describiros el temperamento, carácter e impaciencia de mi madre, pero lo dejo para otro día, que con estas pinceladas vale). Recuerdo haber gritado porque pensé que me estaba tirando del pelo, y lo que hacía era peinarme para quitar nudos. No sé cómo explicaros cuando me cambió la dirección del pelo, pero lo más indescriptible fue lo de clavarme las horquillas. Sí, digo bien, clavarme, porque yo, sin conocer la palabra me sentía como un ecce homo con la corona de espinas.

Cuando me levanté por la mañana busqué ansiosa los regueros de sangre en la almohada y no estaban. No había sangrado, pero me dolía el pelo de una manera abrumadora, no tanto el pelo como la raíz del mismo. Y no me pude quitar aquella tortura hasta después de vestirme y antes de ponerme la putacorona, cojones!!! Que si hubiera ido con capota como inicialmente quería mi madre tendría el pelo corto y no habría pasado por aquel suplicio.

Moraleja: hacer caso de los mayores.